Estoy encantado con la nueva vida. Sí, aquella que dejó atrás por la fuerza la vieja vida, antes de la pandemia. Ahora, pese al riesgo de contagio, creo que apunta maneras. Estamos priorizando y cambiando poco a poco ciertos paradigmas internos. Hábitos, quejas, expectativas y hasta las emociones. Antes nos quejábamos de todo, sin razón en no pocas ocasiones. El caso era verbalizar la insatisfacción y hasta la frustración por un deseo incumplido, alterado, marchito. En otras, por el exceso de estrés, las jornadas prolongadas de trabajo, el tedioso viaje a la oficina y vuelta a casa, las reuniones sin sentido, la llamada del jefe a última hora de la jornada cuando estabas a punto de recoger la mesa y salir pitando.
En casa te esperaban o no con los brazos abiertos, y el microondas sonriente para descongelar un plato rápido de cualquier cosa. El pan siempre falta, y la fruta pocha. Por eso también nos frustrábamos. El cansancio te impedía realizar muestras de cariño a la pareja, y ya no digo cumplir con el precepto de contarlo todo, porque si no eras tildado de introvertido. En la Nueva Vida, muchas de esas obligaciones y costumbres han cambiado. Para algunos a mejor. Se comparte más, y el roce hace el cariño.Puedes trasnochar viendo alguna peli intempestiva a altas hora de la noche europea mientras en España sigue despierta pero quejosa de falta de conciliación, sabiendo que te levantas (temprano) sin necesidad de afeitar, duchar y echar colonia para montarte en un vehículo rumbo al embotellamiento. Con el teletrabajo, ganas en calidad de vida aunque no puedas echar una miradita maliciosa a las espaldas de alguien por el pasillo, no ya por la posibilidad de cometer un delito de igualdad de género de la ministra recién llegada, o de tirar un piropo gracioso por la misma razón inquisidora, sino porque te contienes con la pantalla delante durante la videoconferencia .
Las pausas del café por el cigarrillo se tornan más cortos, porque sigues conectado aunque saques el pescuezo por la ventana para evitar contaminar de humo el salón de casa. Con la Nueva Vida, sin echar la mirada atrás que suele ser una condición muy católica, me he vuelto protestante. Miro al futuro con optimismo, apuesto por superar los reveses de la vida, aunque no signifique que olvide la pandemia y sus efectos. Me lleno de espíritu de superación, de sacrificio y de hacer mejor las cosas que antes. La conformidad y mediocridad de la antigua vida, deja paso a la deportividad del batir récord. Y eso, que aún no estamos contaminados del ADN digital, ni de la Inteligencia Artificial (IA) ni de la resurrección robótica.
La Nueva Vida se ha tornado, gracias a la pandemia, algo más digital, pero también más sostenible, menos derrochadora como apunté antes. Si antes abrazábamos el “cuanto más mejor”, ahora cultivamos el eslogan zen: “Menos es más” hasta la extenuación. Sabemos que el planeta depende de que consumamos mejor, con más cabeza, evitando el despilfarro y la obscenidad de la obsolescencia programada. Ahora nos lo pensamos dos veces. Hay quienes como un servidor opta por los objetos de segunda mano en buen estado. Salvo que tengas que ir a una boda, que no creo, porque la mayoría de mis amistades ya están divorciados, separados o casados por comodidad, y ya no se tercia la necesidad de salir corriendo a ir a comprar un traje hortera en unos grandes almacenes para que luego que se conserve en el ropero con una pastilla de alcanfor, el más famoso terpenoide que los químicos conocen con la impronunciable fórmula C10H160.
Ay, la Nueva Vida. Falta trabajo, antes también, ingresos, igual que antes de la pandemia. Falta protección y estado de bienestar, pero antes tampoco era para tirar cohetes. Antes gastábamos el dinero público sin control. Ahora también, pero ya nos hemos esforzado en calcularlo. Dicen algunos que son unos 120.000 millones de euros anuales que dedicamos a subvenciones y carguitos en España. Antes lo sospechábamos, ahora hay unos caraduras que lo ocultan, añoran la falta de ingresos y amenazan la subida de impuestos. Cualquier cosa antes que acabar con los privilegios de unos enchufados. Europa hacía la vista gorda. En la Nueva Vida la UE ya convive con nosotros como una suegra impostora. Vigilando el gasto y las aberraciones del gasto, del déficit y de la deuda públicas.
Estoy encantado con la Nueva Vida. Ya no hace falta salir al quiosco a comprar prensa que todos contaban el mismo cuento de forma interesada. Han proliferado los medios digitales, las redes sociales, la información online y digamos visiones out-of-the-box (fuera del cubo). Es una maravilla la nueva libertad de información, aunque provoque los ERTES en grupos de comunicación clásicos por resistirse al cambio.
Lo peor de la vieja vida, antes de la pandemia, era la obstrucción al cambio. Todo eran excusas para cambiar el paradigma, el modelo de negocio, las formas de hacer las cosas en nombre de una ficticia costumbre arraigada en la moral inmoral católica de nosotros los españoles. Ahora ya no descartamos volvernos mormones o anabaptistas con tal de salir airosos de la crisis más grave de todos los tiempos: sanitaria, económica, socio-política e institucional. Antes charlábamos sin escuchar como si lleváramos tapones en los oídos. Ahora con el trapo en la boca, hablamos más alto pero sin seguir oyendo. También es verdad que hay gente para todo. Noto que mandamos más mensajitos de voz y texto por el smartphone. Ahora callamos, asentimos y tecleamos más y nos las ingeniamos para decir más con menos. El espíritu zen ha llegado para quedarse. Sólo en sede parlamentaria se escenifica más y se derrocha más vocablos. La paralingüística y la paroxia han asaltado el Congreso, los pasillos y los debates acusadores. Ahora ya no escondemos el descaro por inculpar a la historia, a Franco, a Aznar, Rajoy y a Ayuso de todos los males del presente. Porque la historia en la Nueva Vida vive más el presente que nunca. ¿Y el futuro?, se preguntarán: para cuando se vuelva pasado.
¿Y qué me dicen del derrumbe de la economía? Forma parte de la Nueva Vida. Me preocuparía que se hubiera derrumbado en países del G-7. Pero en el nuestro, que ya no sé si está en el G-20 o en el G-50, se ha convertido desde antes de la penúltima crisis en la nueva normalidad. Desde que tengo uso de razón en los años 80 como quien dice, España vive, sale y vuelve a caer en una crisis, y cada una peor que la anterior. Las reformas estructurales siguen sin acometerse. También es otra normalidad no atreverse como buen patriota acabar con la desindustrialización de España, el monocultivo del turismo o con esquemas propios de otro siglo que engordan el paro, en vez de mirar al siglo XXI de la revolución eco-digital y gobernanza mundial. El milagro, como casi siempre, tiene que venir impuesto por Europa, para encubrir nuestras faltas de responsabilidades, de consenso y el alto coste electoral. Mientras tanto, en la Nueva Vida, miramos a la mujer del tiempo, que ha dejado el mapa de las isobaras, se ha vestido de cuero negro y cogido el látigo, y se dedica a atizar de ideología un debate que debería transcurrir como las nubes cirros.
Ay, pese a toda impostura, insolencia, intolerancia, ingratitud, intransigencia de la Nueva Vida, me quedo con el hecho de que el género humano evolucionará en la democracia de la era dC (después del covid). La raza española, infectada o no de nuevos virus inmencionables, nos volveremos mestizos, rumiantes de C02, multidisciplinares y administradores de una globalidad de escalera, ajenos a los movimientos telúricos socio-tecnológicos del planeta, pero adictos al último murmullo rosa. Chín-chín.