Ahora bien, este capitalismo en sus diversas facetas (anglosajón, renano, autoritario chino) tiene sus defectos incorregibles no sólo desde su expansión en Occidente al término de la II Guerra Mundial, y en especial, desde las dos últimas crisis más agudas tras la gran contienda: la del 2008 con el estallido de la burbuja hipotecaria y la actual del 2020 a consecuencia de la pandemia del corona covid.
Pero el capitalismo que estamos acostumbrados a conocer, al menos en Europa, con el Estado de bienestar y el sufrago de prestaciones sociales, es insostenible. Ha fallado en reajustarse, en gestionar las crisis económica, humanitaria, pandémica y la climática, esta última a la que nos negamos a buscar soluciones por no “molestar” al poderoso lobby del petróleo. Hemos degradado tanto el ecosistema como nunca antes que hemos exterminado una parte considerable de la biodiversidad en las últimas generaciones. Por si no fuera suficiente, cerca de otras 17.000 especies se encuentran actualmente en peligro de extinción por acción de la mano del hombre.
El holocausto ecológico, empeorado con el consumismo capitalista, el derrochismo mayúsculo del patrimonio natural y el calentamiento global a través de las emisiones de CO2, amenazan con acabar literalmente con la vida en el planeta azul. Pese a todo, llevamos más de 20 años buscando soluciones entre los países contaminantes (capitalistas y no capitalistas) de forma imposible por falta de quorum. Lo malo es que la degradación prosigue a marchas forzadas. Las disputas supranacionales se trasladan a los gobiernos de las naciones que cada cual antepone sus intereses domésticos a los consensos globales. En el seno de la UE nos fijamos unas metas que cada país miembro acata, incumple o endurece a su manera. Nunca es urgente ni prioritario acabar con el impacto ambiental y los desastres que afectan ya hasta el mismo salón de casa. Según fuentes de las Naciones Unidas *, en los últimos años los desastres se han multiplicado, así como el número de víctimas y las pérdidas económicas se acercan a los 5 trillones de dólares. Ante esta nueva normalidad, el mundo mayoritariamente capitalista parece no inmutarse.
*Fuente: UNDRR (Oficina ONU Reducción Riesgos de Desastres), 2020
Con la pandemia del covid pasa algo parecido. Al número de contagios y fallecimientos se le une la miseria que ya padecían los países pobres del Tercer Mundo y el fortísimo impacto de los desastres ecológicos sobre sus propias pieles. El primer mundo demasiado preocupado con sus problemas como para atender a los del hemisferio sur, aunque no se cansan de dar lecciones sobre los beneficios del capitalismo y la libertad del mercado. De la solidaridad (moral, política y humanitaria) hace años que nos hemos apeado. Sin embargo, como en muchos temas claves de la geopolítica global, nos negamos una vez más a afrontar in situ las consecuencias de los desplazados, migrantes y refugiados masivos que irán en aumento conforme avance el tiempo.
En otro igual o menos importante aspecto constatamos el malogrado modelo del capitalismo moderno con la revolución eco-digital. Los procesos productivos de antaño aún vigentes se resisten a la digitalización del futuro. Prueba de ello, es que la irrupción masiva de la IA, la robótica, el machine learning etc están dejando en cueros al sector secundario clásico: desde la industria agro-alimentaria, energía, transportes, vivienda, educación, sanidad, servicios, hasta incidir en la paz social y relaciones interpersonales. Lo malo de ello, es que el capitalismo se resiste a la madre de todas las revoluciones con la Industria 4.0, que ya está haciendo mella en los actuales modelos productivos analógicos y pidiendo el paso a una nueva industria, procesos y modelos de gestión revolucionariamente horizontales. La resistencia es comprensible, pero negar la realidad con la crisis actual, el cambio climático, los enfrentamientos polarizados y la falta de entendimiento no contribuyen precisamente a respirar con tranquilidad.
No sólo nos jugamos ciertos privilegios del capitalismo sino el temor de adentrarnos en un túnel sin decorado final. Pero no por ello, nos podemos resistir al progreso de la humanidad 2.0 aunque el sistema capitalista y sus exponentes políticos, más que adelantarse al futuro se aferran al pasado, haciendo uso del lema: “Si fue bueno durante tanto tiempo en el pasado por qué cambiar las cosas”. Para Frank Thelen, famoso emprendedor alemán de startups y bestseller, lo tiene claro: Si EE.UU hace tiempo que lidera a nivel mundial la nueva economía, China le sigue muy de cerca, pero Europa ha quedado rezagada por remolona ante la falta de iniciativas estatales para fomentar la nueva economía, las incubadoras, líneas de crédito barato, capital riesgo, creación de regiones especiales para acoger emprendedores digitales, y la torpeza adicional de gobiernos tanto regionales como locales de atraer el talento innovador.
Thelen pone como ejemplo la provincia china de Shenzen que en pocos años ha dejado de ser una decadente ciudad pesquera de 300.000 habitantes a convertirse en la nueva Silicon-Valley asiática con 40 millones de habitantes y más de dos millones de empresas tecnológicas registradas. “China ha sabido combinar el poder del Estado con el sistema educativo y política de natalidad para dar un salto cuántico en determinados sectores hasta ser un motor mundial en el campo de la IA”, exclama. La decadencia de Europa, como no espabile, estará condenada al ostracismo postcapitalista y en todo caso a padecer con todas las consecuencias la Florida de la Tercera Edad en el sur del continente (con el permiso del covid).
El capitalismo, aún imperfecto, es un sistema fallido, pese a que investigadores del Real Instituto Elcano afirmen contundentemente que el “capitalismo es el único sistema posible”. Lo malo es que tampoco existe por el momento otro modelo conocido al que aspirar salvo el que suspiran aquellas figuras mediáticas por el comunismo quebrado del siglo anterior y con efectos nocivos aún mayores para sus prosélitos. Ni siquiera la socialdemocracia más moderada levanta cabeza en los últimos 15 años a tenor de lo que se observa en Europa. La alternativa no se vislumbra fácilmente y en especial por la ineptitud por alcanzar consensos globales. El egoísmo antipatriótico de Europa nos enfrenta con el de EEUU, China y Rusia. Hay pensadores (capitalistas) que sostienen por todo eso que la clase política ha dado todo de sí. En España, podríamos suscribirlo al completo, visto el panorama de despropósitos y la nefasta gestión de todas las crisis superpuestas.
Los partidos políticos, nacidos del capitalismo, llevan años, decenios, generaciones sin atreverse a acometer las reformas estructurales por miedo a perder votos. Un prusiano como Bismarck fue el que introdujo los seguros sociales y las pensiones para la vejez en Alemania hace más de 120 años que luego emularon todo tipo de regímenes. La oposición siglo y medio después, hoy reivindica algo y mañana niega su aplicación sin rubor alguno. A escala comunitaria no hace falta que me extienda mucho. Las disputas nacionales se extienden a los acuerdos fallidos por falta de consenso. Cuando no es por defender los intereses del eje París-Berlín (por no decir descaradamente de Alemania), es por los ejes de los periféricos en el Este o en el Sur de Europa. El caso es que las tremolinas impiden tomar medidas y lo que es peor, implantar las ayudas urgentes para paliar el paro masivo, la llegada de migrantes, la extensión de barrios de miseria, el fin de las clases medias, las muertes y los efectos anestésicos del covid por desidia de las autoridades. En vez de reconocer los millares de muertes, hay cancillerías que incluso presumen de las vidas salvadas para blanquear las monstruosas cifras de defunción .
Pero si no damos una oportunidad a la clase política como elemento de democracia representativa es como cuestionar el capitalismo. No sabemos quién debería tomar la batuta. Demasiados ejemplos de inacción europea hemos sufrido en el viejo continente como para pensar que podemos mirar eternamente a nuestro aliado EEUU para que nos saquen las castañas del fuego del pasado, como las guerra en Yugoslavia, Georgia, Ucrania, Afganistán, Iraq, Siria, el terrorismo, la crisis del euro, los refugiados, la pandemia del covid, el cambio climático, la hambruna en Africa, Oriente Medio o las dictaduras en Latinoamérica.
Suplir los partidos políticos y al capitalismo por algo aún amorfo es demasiado osado. La democracia capitalista nació y se propagó para poner fin al feudalismo, el poder de la Iglesia y posteriormente las dictaduras fascistas y comunistas de Marx y Engels. Sin embargo ha sido incapaz en lo que llevamos desde el siglo XX de imponer la paz y acabar con los estallidos bélicos, el masivo desempleo, las hambrunas, los conflictos de los mercados, la explosión de la deuda y, más recientemente, la pandemias y el holocausto ecológico. ¿Qué pasará cuando se emprenda la revolución digital y descomponga la economía sin una receta sólida de empleo para la humanidad 2.0?
El ecumenismo religioso -que sería lo deseado en el plano político-, también lo viene intentando desde el siglo XIX sin lograrlo y los cismas perduran. La alternativa tampoco puede regresar al pasado. Pero pensadores cum laude constatan que no podemos seguir como hasta ahora, porque en vez de arreglar nuestros problemas los agrandamos. El agua nos llega literalmente al cuello y no sólo por las riadas y el deshielo. El célebre economista norteamericano de origen austro-checo de la escuela de Harvard, Joseph Schumpeter, ya predijo en 1942 el fin del capitalismo al ver inviable que todas las mujeres usaran medias de lycra. Pretender socializar el derroche consumista, las desigualdades, el endeudamiento, el descontrol del paro, los conflictos y las múltiples crisis ahondando la miseria por extasiar las ubres del Estado del bienestar, tampoco es viable en el capitalismo actual como constatamos. La globalización, resultado del capitalismo hiperconectado, agrava el panorama.
Fracaso o no, si el Capitalismo en el siglo XXI de la era eco-robótica y el dinero digital no es capaz de dar respuestas duraderas y salvar al mundo de las guerras, de la hecatombe planetaria, y de idear un nuevo modelo productivo sostenible postcovid podría estar encaminándonos hacia un abismo insalvable. A esto no ayuda, las continuas disputas ideológicas hiperventiladas en el seno de las agonizantes organizaciones internacionales desde hace años. Lo que no vislumbra el final de la mutación.
Como humanista convencido, había creído incrédulo de mí, que la humanidad, con independencia de creencias y postulados ideológicos, sería capaz de un bienestar sostenible ético. Pero el capitalismo postcovid descarbonizado más cercano igual lo agrava. La incapacidad de nuestros gestores no infunda mucha confianza. Las tan cacareadas democracias participativas y una hipócrita gobernanza son un camelo si nos limitamos a los hechos. En una charla con inversores, uno de los fondos de inversión australiano más potentes del mundo, el Macquiarie Private Bank, confesaba que: “El capitalismo convencional ha muerto o por lo menos está mutando hacia una nueva versión del comunismo”.
El sistema de bloques, como en la guerra fría, Occidente versus Asia, Capitalismo versus Comunismo capitalista, pero vigente 30 años después de la caída del telón de acero, tampoco son la solución. El multilateralismo que echó andar con la conferencia de Bretton Woods hace 70 años sentando las bases de las Naciones Unidas (ONU), el Banco Mundial y el FMI, no está arrojando todos los resultados esperados con la pandemia y la crisis desatada y tampoco parece muy apta para dar paso a la era de la IA sin abrazar la austeridad de los capitalistas renanos con los que más simpatizamos.
Lo único que creemos saber algunos, cualquiera que sea el patrón que emerja tras el Capitalismo, es que ha de asumir un mínimo de trazos, como: salvar la vida (humana y animal) del planeta como prioridad primera sin más demora, acabar con las hostilidades, implantar la paz duradera universal, erradicar las hambrunas, las desigualdades, las migraciones económicas, la despoblación y contener la alta natalidad como premisa de garantizar un mínimo de bienestar colectivo. Esto unido a afrontar la era cognitiva sobre los efectos de la IA y explorar vida humana en los confines de nuestra Via Láctea. Obviamente, negarse a todo ello, sería acabar con la poca vida (inteligente) que conocemos en la Tierra y autodestruirnos. Como decía Janine Wissler, del partido alemán DieLinke (comunistas reformados) en una reciente entrevista: “El final del capitalismo no tiene que significar el final de la historia”. En efecto, la historia tiene que continuar.